lunes, 30 de noviembre de 2009

Vuelvo al Sur

Por Lucrecia Lautaro 



   Hace algunos años soñaba con largarme de Colombia y cumplir la profecía de Simón Bolívar: "la única cosa que se puede hacer en América es emigrar". Y aunque mi alargada sobre el ideal final del libertador se  realizó poco a poco, lo que quiero contarles hoy es una reflexión a posteriori de esas cruzadas por Europa y Norte América, donde aprendí que para hacer bien el amor hay que venir al sur. 
   O volver al sur, regresar a él como vuelve un libro clave a las manos de un lector enclave, como regresa la música, cíclica, al corazón del nostálgico que ve sus épocas sobre los ritmos y sonidos. Mi condición de Latinoamericana, en un principio, se apresuraba por criticar la tripleta mortal que sacude a nuestro continente desde hace años: miseria, pobreza y violencia. ¿Qué hacía? Pues citar informaciones, autores, organizar argumentos y ser mala leche con todo aquel infortunado que se me atravesara en el camino a platicar de nuestra tierra. Para mí sencillamente Sur América fomentaba la violencia, la ignorancia y la pobreza en el mundo. Pensaba que nuestros aportes no iban más allá de los rasgos culturales típicos, una que otra luz de literatura genial y algún científico que ya no vive acá. Y claro, el fútbol, deporte que en los 90 fue la antorcha de optimismo que veía Colombia entre bala y sangre.
   Cuando decidí irme, justo antes de llegar al aeropuerto, compré un libro clave para la gente de mi generación: Los detectives salvajes. En el avión que me llevaría hasta Londres, con dos whiskys y una cerveza en la cabeza, leía casi por completo el voluptuoso libro de Bolaño. Y entendí, fatalmente, que todo lo que había pensado era mi continente, todo lo que creía podía sacarlo de la bosta y todo lo que yo aseguraba podía llevarlo a ser el mejor vividero del mundo, se iba por un tubo de pesimismo y vanguardismo desgastados. El fuego fue la palabra que me mostró descarnadamente el ridículo y la angustia de los artistas latinoamericanos, el ansia y el egoísmo de los empresarios escapistas, la cara tonta de los líderes románticos y patéticos,  el lado blando de de los villanos descarnados y pretensiosos, y la felicidad pretendida de los  pueblo andinos y del cono sur, que entre tango, montañas y superchería, iban entrando al siglo 21 con pisadas de animal bicho.
   En la capital de Inglaterra todo fue diferente. Veía cada dos semanas algún grupo favorito en concierto. Hacía dinero para mantenerme, viajar y estudiar, lo que significaba no tener tiempo para nada, pero no por estar siempre tratando de sobrevivir--como pasa en Latinoamérica--, sino porque mi vida la aprovechaba al cien por ciento y no había nada que temer ni que perder. Tuve amores increíbles, fatigosos trabajos, geniales maestros, rumbas inagotables, viajes fantásticos y ganas de no volver nunca más a pisar Latinoamérica. Pero nada fue suficiente. Viví dos años en Londres, tres en Barcelona y uno en New York, de donde regresé después de mucho ir y venir a mi tierra natal. En medio de todo ese periplo internacional hubo 3 cosas que llegaron en momentos diferentes y me hicieron llorar, reír y querer otra vez a esta tierra de cordilleras infinitas y de español mestizo.
   La primera fue un poema. Un amigo que trabajaba en una tienda de libros me regaló una antología de Borges, y yo en una tarde me leí con lentitud y meditación cada frase del argentino. Fue 1964 el poema que me hizo llorar durante meses, revolcada sobre las cenizas de mi pasado, y logró convencerme que en esa tierra de la que yo tanto había tratado de desligarme estaba mi verdadero centro. Citaré de ese mismo libro el verso que me estremeció con la magia y la furia con que Latinoamérica seduce al resto del orbe.

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
Un instante cualquiera es más profundo
Y diverso que el mar. La vida es corta
Y aunque las horas son tan largas, una
Oscura maravilla nos acecha,
La muerte, ese otro mar, esa otra flecha,
Que nos libra del sol y de la luna
Y del amor. La dicha que me diste
Y me quitaste debe ser borrada;
Lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el gozo de estar triste,
Esa vana costumbre que me inclina
Al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.


   Todo latinoamericano que ha leído esa frase fuera del continente imagina el Sur, su puerta, su esquina.  Cada uno tiene la suya. En mi caso personal me hizo conciencia sobre lo extraño y bello que era mi lugar de origen. Porque lo vi, y aunque lo había recordado miles de veces, la imagen del verso era más poderosa que cualquier recuerdo volátil, y generaba en mis entrañas un revuelco lleno de llantos y penas, y después sentía un vacío, justo cuando cerraba el libro: era abismo, abismo puro que estaba esperándome ahí desde que actué siguiendo la premisa de Bolívar sobre que en ese Sur, en esa puerta, en esa esquina, sólo está permitido no volver.
   Lo segundo fue una canción. Vuelvo Al Sur interpretada por Caetano Veloso. Vivía yo en Barcelona, estaba de marcha con unos amiguetes y unas parceras de hace rato, y nos dio por entrar a un bar de tango  y música brasilera. Tequila, cañitas, caipirinha, baile. Yo no siquiera me acordaba de que al otro lado había alguien esperándome, allá, tras las nubes del "tiempo abierto" y "su después". Y cuando me estaba disponiendo a cantar  la  que  pusieran, sonó esta, y carajo, yo era la única latinoamericana de allí y lloré, recordé la puerta, la esquina, volví a percibir el aire tibio de Colombia, su gente fogosa y enérgica, el agua cristalina, los mares, las palabras, y lo vi todo de nuevo y tuve que irme a mi apartamento en Barcelona acompañada de un amigo con el que tiraría esa noche para no suicidarme. Vuelvo Al Sur como se vuelve siempre al amor.
   Pasaría un año y me largué a vivir a New York con Rafael, ese amante barcelonés--ahora somos amigos--con el que me tiré la noche que Caetano me puso el origen sobre el ombligo. Conseguí trabajo de reportera y nos acomodamos en un apartamento sobrio, relajado, y pasamos allí buenas noches y pésimos días. El peor día fue el penúltimo, cuando una amiga me llamó desde Cartagena a preguntar por mi vida mientras yo tecleaba y perdía pelo escribiendo para una página web. Ah, y era invierno. Un frío atroz me calaba los huesos y el cerebro cada noche, hasta que hubo un muerto. Abrí el correo en la mañana--la del último día-- y ahí estaba la noticia, el ciclo cerrado de mi indignación: Roberto Bolaño había fallecido. Mi periplo buscando explicaciones había cerrado su primer ciclo: debía regresar para encontrarme de nuevo, luego la vida se encargaría de todo como lo había hecho hasta ahora.
    En Colombia lo primero que encontré fue un clima rarísimo--era el mismo de siempre, pero ya habían pasado 6 años--, y saludé cada mañana al sol como se saluda al amante el primer mes de relación. Caminé por Bogotá, fui a Cali, a Medellín--allí el barcelonés me abandonó por indignación--, y conocí al amor de mi vida mientras lloraba sola en la barra de un bar. Nunca más he vuelto a salir de Colombia. Tengo planeado volver a hacerlo en un futuro, pero nada es seguro. Ahora estoy feliz en el Sur, en mi puerta alumbrada por la luna y el sol, en mi esquina poblada por voces variopintas, y en mi ciudad única, irrepetible, del tercer mundo.

2 comentarios:

  1. Vivo en Canarias...todos los días el amanecer azul con olor a mar me saludo, sin embargo ese color amarillo anaranjado de las frias mañanitas colombianas mientras escuchaba Radionica y me tomaba un chocolate con queso...k.

    ResponderEliminar
  2. me emociono este relato! Y tambien me quedo en Colombia.

    ResponderEliminar